Ésta es otra elegía, pero
dedicada a un hombre desagradable,
vecino mío, que nunca
quiso saludarme.
No sé, por tanto, cómo se llamaba.
Cara de limón, cara de perro malo,
jamás se rebajó a mirarme
siquiera. Vivíamos
los dos en la misma calle.
Un día tras otro nos desencontrábamos.
Primero por la mañana, y luego
por la tarde.
Se murió, y,
naturalmente,
dejó de no saludarme.
Ayer lo vi venir tan él como de costumbre
y me alegró que todo fuese igual que antes.
Pero no era ni por la tarde ni por la mañana,
y en cuanto a él, tampoco era él,
como adrede.
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