Empecé a ver casas y casas. Y casas que estaban más allá de las casas. Que no se podían ver. Y cosas que sucedían hectáreas más allá, y una flor que nació en los lejanos jardines de la abuela, le sentí el barullo, la corona de chispas. Salí a la calle, pero, todo fue inútil. En los árboles, tras de las negras hojas, veía otras hojas, y más hojas, y hasta un bicho chiquitito, le conté las alas.
Y había canastillas, de rosas, por todas partes, los pimpollos iban de la nieve al rojo, padecí su olor a sándalo.
Pasó una nave, cerrada, y vi el marino; naufragó años más allá, entre las ramas y supe, enseguira, el nombre de los navegantes. Los hombres se llamaban Pablo, las mujeres Amelia.
Dije ‘Nada más’. Bajé los párpados. ‘Quiero volver’. Y busqué, a tientas, entre todo aquello. Caminé un poco. Quería encontrar mi casa. Quería encontrar la sombra.
Y sólo vi un ropero de oro,
y una sucesión de candelabros.
El rocío ponía por todos lados sus espejos, su blanca estrella, las arañas sacaban de sí, hilos larguísimos, e increiblemente, hacían nudos en los que caían gemas; se levantaban espárragos, nardos y claveles, sobre los que, también, había trocitos de vidrio, luz de estrella.
Salí a buscar mi desayuno. Carpí por ahí. Aré con un buey muy pequeño, que parecía de juguete, de papel, pero, era muy fuerte y vivo. Eché semillas; rapidamente surgió la planta verde, la baya roja; en una rama había leche, en una rama había fuego. Comí de prisa, porque el sol, al subir, acababa esos resplandores. Volví a casa, y entre antigos cartones esperé, otra vez, la sombra, y otro amanecer.