Venga el ateo y fije sus miradas
En las raudas cascadas
Que caen con el estrépito del trueno
En ese bosque que oscurece el día,
De rústica armonía
Y de perfumes y de sombras lleno;
En la gruta titánica que arredra
Con sus monstruos de piedra,
Su oculto lago y despeñado río:
Que ante tantas grandezas el ateo
Dirá asombrado: -¡Creo,
Creo en tu excelsa majestad, Dios mío!
Arpa es la creación, que en la tranquila
Inmensidad oscila
Con ritmo eterno y cántico sonoro,
Y no hay murmullo, ni rumor, ni acento
En tierra, mar y viento,
Que del himno inmortal no forme coro.
El insecto entre el césped escondido,
El pájaro en su nido,
El trueno en las entrañas de la nube,
Hasta la flor que en los sepulcros brota,
Todo exhala su nota
Que en acordado son al cielo sube.
Nunca del hombre la soberbia ciega,
Que a enloquecerlo llega,
Podrá alcanzar, en su insaciable anhelo,
Ese poder augusto y soberano
Que enfrena el océano
Y hace girar los astros en el cielo.
En vano, golpeándose la frente,
Se agitará impotente
En su orgullo satánico y maldito;
Siempre, desesperado Prometeo,
Le acosará el deseo,
¡Ay!, que como el dolor, es infinito.
En el monasterio de piedra (Aragón) de Gaspar Núñez de Arce
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