Os palpé en esta lluvia,
no en el aire,
sino en la tierra, tras haber caído
-entre la hierba fría
y caliente, como una boca
grande y verde que no devora tiempos:
mis manos ahora huelen
a aceite de podrido
y lujuriante azahar (mis dedos,
ya planetas del árbol)
y también a una axila rosa
y al escozor de un vientre
no virgen, tras la lluvia.
Estabais allí tras el agua
-o sea, allí en la lluvia-
como jugando a ser espejos
más que su fibra ambigua,
pero era vuestro el aire.
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