Y cuando en la interminable cola,
perdidos ya todos tus derechos,
todos empujan indignados:
blancos primero, afros y chinos;
latinos, indios y musulmanes;
para que sus familias no sequen
sus calcetines de zurcida rabia
al viento rasante del metro
que taja todas sus gargantas.
Y según la fuerza de cada cultura
vas entrando por una puerta diferente,
puede que te admitan
por la de inmigrante, la de turista
o la de business class sin demoras.
Y nadie quiere ser el último.
Y nadie quiere esperas.
Y cuando por fin te regalan el visado
para no volver nunca más a tus raíces,
a no ser que llegues
en carro alquilado de diamantes
que admiren los vecinos,
te enseñan su forzoso idioma
para cargar contra todos tus antepasados,
que te dejaron anchas palabras pero pocos dólares,
y todo se reduce a sacar las automáticas,
escondidas desde siglos
entre tu castigada piel y las cuatro tallas más
de tus vaqueros vencidos.
Y nadie entonces se conforma,
porque no queremos
que por heterodoxos nos deporten,
pues dentro de poco nuestra cultura
no valdrá nada, y porque de todos modos,
te la arrancarán del vientre
como droga en la aduana.
En la aduana de Balbina Prior
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