La madrugada llega como una barca de luz
a la deriva. Emerge la ciudad
de entre los restos negros de la noche.
El rostro fatigado por la vigilia, la lectura, el pálido insomnio.
Los ojos, que han hurgado dentro del vacío y las palabras,
vagan sobre la mesa, la lámpara, los estantes borrados por la débil penumbra,
el ventanal -sus cristales empañados
por la respiración y la noche…
La calle empieza a ser
un inquietante laberinto móvil,
como lenta serpiente se retuerce bajo el brillo metálico
de las farolas.
Hace frío.
Se oye el viento latir por las rendijas.
Sobre los tejados, finas columnas de humo.
Nubarrones. La claridad mate del día.
En el papel
(el libro yace abierto, abandonado) escribo:
«La aurora atraca en la ribera verde».
Todo lo que el corazón calla, ¿cómo lo diremos?
Huyó otra noche. Huyó otra noche más con su negro silencio,
con sus estrellas invisibles.