Y mi duda,
Descartes, tu «pienso, luego existo»
no alcanza ni conforma.
Insaciable y hambrienta, mi duda
es una loba
que corre tras la carne
por la escarcha desierta.
A qué distancia vivo de mi ser verdadero,
no aquél que deja huella de pasos
en el suelo, no aquél
que pone sombra fugaz sobre la tierra.
Qué hay de mío en mi angustia,
cuánto hay de mí en mi pena,
o es que esto que me agobia
me viene desde lejos
en secular herencia.
Quien diseñó mi cuna, quién proyectó mi horca.
Y desde la penumbra al umbral de la gota
primera de mis venas, un dios
que se me mofa.
Y no es el Dios solemne que se signa
en mayúscula,
altiva inconsistencia por sobre nuestras culpas
Hablo de un Dios humilde, hecho
a mi imagen propia.
Un Dios sin petulancia que peca y se equivoca,
que lo llevo aquí dentro, sostén
de mi maqueta carnal de imperfección.
Que tan pronto me anima, me apacigua
y me alienta, así como me humilla,
me apostrofa y blasfema.
Y mi pregunta eterna, y eterna sin respuesta.
Qué será de mí luego; qué fui antes de ahora,
y qué es esto que vivo cautiva
de mi forma.
Y nada hay que me sirva de todo este tatuaje
que guardo en la memoria.
Puesta sobre el abdomen abrupto de la tierra,
una piedra entre piedras, una planta
entre plantas,
un hombre entre los hombres, y entre las bestias
bestia, igual y misma cosa
para una eterna mutación de sombras.
Un fuego fatuo apenas, mi azul fosforescencia,
ya preoscila en la cuerda…
Y bajará mi duda, a saciarse en la húmeda
carne de la tierra.
Enigma de Matilde Alba Swann
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