Éramos tres los caballeros. Uno
amaba el juego y la mujer. El otro
amaba la mujer y amaba el vino.
Yo amaba el vino, la mujer y el juego.
Íbamos por garitos y tabernas
jugando las sortijas
después de haber jugado las monedas.
Y en los amaneceres licenciosos
dejábamos al pie de la ruleta
la última sonrisa
y la última gema.
-Sobre el jardín en flor de las barajas
inventaba el zafiro una alba nueva-.
Bebíamos en copas repulidas
viejos vinos de rica procedencia,
o en los cálices rojos de las bocas
de las mujeres bellas,
vino de rojas uvas maduradas
al beso ardiente y la sensual promesa.
-Mujeres que una noche nos amaron
e hicieron más amarga nuestra pena-.
Éramos tres los caballeros. Uno,
jugador sin sortija y sin monedas,
se jugará la vida alguna noche
al dado con la trágica tahuresa.
Como fue su querer vivir de gala
en el vaivén de las mundanas fiestas,
a cambio de la flor luce en su traje
un estigma letal de adormideras.
Y bebe en el festín imaginario,
en la copa del día,
vino de albas siniestras.
El otro en un vagar hacia los vicios
y en busca de un licor que no ha existido
ni existirá jamás sobre la tierra,
llegó hasta el Monte de Piedad.
Un día
vertió en la copa su dolor, y plena
la copa de amargura, moribundo,
brindó por la bohemia.
Éramos tres los caballeros. Nadie
comprenderá en el mundo esa tristeza
que efluvia el fondo de las copas rotas
en que bebieron labios de doncellas,
ni el resignado hastío
que el grave azul de la sortija lleva.
-Éramos tres los caballeros… nadie
comprenderá jamás nuestra tristeza-.