FATALIDAD de Antonio Plaza Llamas

I

¡Ay infeliz de aquel que en torpe sueño
ama a la virgen que soñando ve,
y al despertar de su febril beleño
sueña que existe lo que sueño fue!

Y pierde ¡ay! su venturosa calma,
y corre ciego de una sombra en pos,
y busca un alma que comprenda su alma
cual se comprende la virtud y Dios.

Y el demonio le pone en su camino
un demonio con formas de mujer,
y el soñador en loco desatino,
clama: —¡La virgen de mi sueño es!

Y lleno de ternura y de inocencia
idolatra al demonio como a Dios,
y el demonio emponzoña su existencia
y le arranca la fe del corazón.

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II

Hubo tiempo que ajena de dolores
mi vida fue pasando,
como entre blancas flores
cruza feliz el aura, remedando
la sonrisa del dios de los amores.

Era mi alma de ángel a semblanza,
un porvenir veía
brillante en lontananza,
y mi sensible corazón latía
lleno de fe, de amor y de esperanza.

Mi alma tan pura como blanco armiño
y como sol ardiente
rebosaba cariño,
y con los sueños que abrigó mi frente
latió feliz mi corazón de niño.

En esta alma para el bien nacida
levántele un sagrario
a la que fue mi egida,
mi arcángel tutelar, mi relicario,
y el perfume precioso de mi vida.

III

Fue una mujer mi creencia,
mi encanto, mi religión,
la vida de mi existencia,
la luz de mi corazón.

Y la amaba como ama
el poeta su laúd,
como el guerrero la fama,
como el justo la virtud,

como el náutico los mares,
la virgen su castidad,
como el proscrito sus lares,
como Dios la caridad,

como el avaro ama el oro,
como el ciego ama la luz,
como al paraíso el moro,
y como el mártir la Cruz.

*

De mi amor en el exceso,
mi aspiración sólo era
poner en su planta un beso,
y en cambio, querido hubiera

darla por lecho la espuma,
y por toldo de colores
las niveas alas de pluma
del ángel de los amores.

Y ai que formó los palmeros
rogar que su mano santa
tejiera con sus luceros
un tapiz para su planta;

que al contemplarla tan bella
quería de Dios el poder.
para inventar un placer
exclusivo para ella.

Para mí era su ventura
la ventura de los dos,
y la adoré en mi locura
como nadie adora a Dios.

*

Pero la verdad un día
quebró el prisma de colores,
y en lugar de luz y flores
vi doblez, hipocresía.

Conocí que deificaba
a una víbora dañosa,
que traidora y cariñosa
el corazón me picaba.

IV

De mis sueños nacarados
el panorama cambió,
y en escombros vi trocados
los castillos encantados
que la mente fabricó.

La ilusión vertiginosa
castigó el Supremo Ser,
porque en mi fiebre amorosa
formé ¡imbécil! una diosa
de quien sólo era mujer.

Y eran falsos sus acentos,
y era falsa su pasión,
y falsos sus juramentos,
y falsos sus sentimientos,
y falso su corazón.

Quise yo perder el juicio
para no sentir mi mal,
y alurdirme con el vicio
arrojándome al bullicio
de irritante bacanal.

Y escandalosas veladas,
y frenética embriaguez,
y amistades depravadas,
y mujeres degradadas,
envejecieron mi tez.

¡Ay del que al crimen se arroja!
es el crimen la expiación;
yo rendido de congoja
vi morir hoja tras hoja
las flores del corazón.

Hallé en la amistad falsía,
en el goce padecer,
en el amor ironía,
y maldije en mi agonía
mis momentos de placer.

Mis labios palidecieron,
y mi barba emblanqueció,
y mis cabellos cayeron,
y mis mejillas se hundieron,
y mi frente se rugó.

V

El triste corazón sólo es la umbra
del que latiera ayer joven y fuerte;
lánguido está cual lámpara que alumbra
los fúnebres altares de la muerte.

Murió mi corazón. Ni odia ni ama,
ni palpita anhelando los placeres
que presenta del mundo el panorama
con sus bailes, su gloria y sus mujeres.

Murió mi corazón. Sensible un día
de amar y aborrecer quedó cansado;
fue convulsa y horrible su agonía,
pues murió el infeliz envenenado.

El beso de una hermosa no lo embriaga,
ni el desdén de una hermosa lo enardece;
el aplauso del mundo no le halaga,
ni el desprecio del mundo le entristece.

Altivo roble que volvió ceniza
el rugiente volcán de las pasiones,
el dardo del dolor le martiriza
y le niega el placer sus ilusiones.

*

Viejo, pobre, de tedio consumido,
nada en el mundo a consolarme alcanza,
que en mi rebelde corazón podrido
ya se apagó la luz de la esperanza.

Miserable juglar, ser despreciado,
siento que pesa en mi amarillo seno
un lazarino corazón, preñado
de lágrimas, de sangre y de veneno.

Bajo mi pie la tierra se estremece,
por donde voy rencores me concito,
lo que aspira mi aliento languidece,
lo que toca mi mano, está maldito.

VI

Si quiero el ámbar de las bellas flores
aspirar con anhelo,
se mueren sus olores,
y si las toco, ruedan por el suelo
sus transparentes hojas de colores.

Cuando la sed terrible me devora,
si encuentro los cristales
de vertiente inodora,
y mis labios acerco, en lodazales
se convierte la linfa bullidora.
Si de un harpa el concento apetecido
se oye sonar distante,
y escucho conmovido,
se revientan sus cuerdas al instante
y al reventar murmuran un gemido.

Si oigo cantar un pájaro, enmudece;
y si el sol en la cumbre
del mundo, resplandece,
y quiero un rayo de su viva lumbre,
el sol entre las nubes desparece.

Nuncio del mal, gitano pordiosero,
es mi laúd si canto
fatídico agorero,
que es mi voz, si en la noche se levanta,
del cárabo el gemido lastimero.

Si ante Dios de Israel caigo de hinojos,
del templo en las baldosas,
con iracundos ojos
me miran las imágenes piadosas
y me vuelven el rostro con enojos.

Si quiero orar, se anuda mi garganta,
y sin querer agravio
la omnipotencia santa,
que audaz murmura el rencoroso labio
torpe blasfemia que aun al cielo espanta.

Baña helado sudor mi faz rugosa
y me falta el aliento,
y una voz pavorosa,
¡Salte! —me dice— y salgo, porque siento
que me empuja una mano misteriosa.

Ser de fastidio y maldición emblema,
doquier estoy proscripto,
y mi frente se quema;
porque en mi vieja frente se halla escrito
de un cielo vengador el anatema.

Ni siquiera en llorar hallo consuelo,
la fuente está agotada,
y mi llanto es ¡oh cielo!
una ronca, estridente carcajada
que me postra sin fuerzas en el suelo.

VII

Mas… pronto moriré. ¡Soy desgraciado!
y mi cuerpo que acaso dormirá
insepulto en camino abandonado,
de ración a los perros servirá.
Triste es morir en orfandad penosa,
transida el alma, yerto el corazón;
sin que la madre o la querida esposa
riegue con llanto el fúnebre crespón.
Triste, muy triste es al dejar el mundo
tender la vista en derredor de sí,
y balbucir con labio moribundo:
¡Ya no hay quien tenga compasión de mí!

VIII

Y ¿qué importa morir?—¡Una careta!
Me vuelvo al carnaval que llaman vida,
entre esa turba del cinismo atleta
voy a burlarme de mi propia herida,
a embromar, a reír en danza inquieta
aunque esté el alma de veneno henchida,
y aunque ruede beodo al precipicio
quiero reír hasta perder el juicio.

Y sufriré, mas sufriré callando
no quiero que se burlen de mis males;
riendo siempre me verán cruzando
por la senda del mundo entre zarzales,
que ni interés ni compasión demando:
al odio y la piedad encuentro iguales,
y si acaso de pena desfallezco,
que ignore el mundo lo que yo padezco.

Si errante voy en brazos de la suerte,
ya, ¡vive Cristo! de vagar me enojo:
quiero el descanso ya, quiero la muerte,
quiero decir al mundo: Ahí te arrojo
pedazos hecho un corazón inerte,
de mi esqueleto mísero despojo:
sirva de alfombra a tu brillante
carro ese juguete de asqueroso barro.

Y que se cumpla mi fatal destino,
al fin me hastió la humanidad entera:
Si es el hombre del hombre el asesino,
si es la mujer del hombre la pantera,
y si es la vida batallar contino,
lucharé hasta morir, y cuando muera
saludaré la fúnebre morada
con mi ronca y convulsa carcajada.

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