Ten la apariencia de una flor inocente;
pero sé como la serpiente debajo de ella
William Shakespeare
En ese lugar donde tú descubriste tu alma, me introducías la semilla donde a la mujer se le introduce la semilla, y ese líquido invisible nadaba cuerpo arriba hasta mi corazón, como un cometa, moviendo la cola, nadaría en el cinturón del universo al seguir el camino de piedras blandas que los astrónomos llaman constelación. Sentía el calor de su itinerario: me quemó los riñones, el hígado, me hizo hervir la sangre.
Y de pronto, como si ese flujo de fuego escurridizo hubiera pisado sin querer un lugar mágico, entró a un espacio extracorporal donde los magos le prestaron otra forma con el pensamiento y le dieron un tallo, cépalo, cáliz, corola, estambres y pétalos.
No sé qué variedad de inflorescencia llevaba, si flor de cabezuela, espádice, racimo, espiga, cima unípara o bípara, umbela o corimbo. Pero me miré al espejo y ahí estaba: me había florecido en el pecho, blanco, como un ángel arrodillado con varios pares de alas dulcemente plegadas en la espalda.