«No soy de aquí». No. Procedía
de lugares mineros.
De tinieblas totales encerradas y ocultas.
De la sombra apresada
que ya la hizo suya, así, predestinándola
a ser noche, a ser dura claustrofobia
que se disfraza de panal, que inventa
brazos para el contacto
y senos, piernas
y sexo acogedor.
«No soy de aquí.» Él último en saberlo
miró la mina en ella:
antracita rabiosa en el cabello,
ojos de acecho en donde se encrespaban
grillos enfebrecidos.
Era el muchacho que iba de la novia
-casta o así-
a sus profundidades flácidas.
Novia inocente o algo parecido. Desde ella
a la tan ensayada entregada
de algo vacío y sórdido.)
«No soy de aquí.» De aquí, ¿quién es?
Todos vinimos de úteros felices,
paraísos de nata y luz atónita.
¿En dónde estaban, al llamarnos, ellos?
¿Cuál era su país, entonces,
cuál su pequeña patria, la parcela
de amor y de placer,
su desmesura
en la alegría y en el ansia…?
No es de aquí. Pero aquí está y aquí espera.
¿Qué?
Ella sabe que está aguardando algo
distinto, extraño, que no será nunca
el cotidiano santo y seña.
Algo quizás que estuvo el1 el principio
y va a volver
a recobrarla, a desnacerla, a darle
finalmente, parte mínima en lo suyo:
así, espera.
Cada noche. Impasible.