Fotografías veladas por la lluvia de Luis García Montero

A Ramiro Fonte

Cuando la muerte quiera
una verdad quitar de entre mis manos,
las hallará vacías…
Luis Cernuda

Cuando los merenderos de septiembre
dejaban escapar sus últimas canciones
por las colinas del Genil,
yo miraba la luz,
como una flor envejecida,
caerse lentamente. Lo recuerdo.

Y recuerdo en mi piel la enfermedad
de las horas inciertas. Por los alrededores
la mirada del niño primogénito
parecía saberlo.

Bombillas
contra un cielo sin fondo,
pintura de las mesas
más pobre y sin verano,
botellas dejadas sin un solo mensaje
y la radio sonando
con voz de plata
como los álamos del río.
Antes que los humanos
los objetos aprenden a vivir en otoño.

Hasta un golpe de lluvia.

Entonces sí
hay mujeres y hombres que corren al invierno
con gritos sorprendidos todavía
en la palabra agosto.
La lluvia de repente
que le devuelve a España su existencia
de periódico antiguo
y pone hacia el final de las películas
un beso triste, un dolor censurado.

Del verano se sale igual que de un recuerdo.
Nunca lo detenemos
en sus noches crueles de calor,
ni se queda en nosotros
la insistencia quemada de las calles,
los fantasmas eróticos
que jamás desembocan en un cuerpo,
noches de alcohol sin nadie,
la cuchilla del frío repentino,
la humillación de los amaneceres.

Pero del mismo modo
al recuerdo se vuelve igual que a los veranos,
con ganas de tocar el mar,
como un tiempo más nuestro,
la leyenda arruinada del nosotros más puro,
una memoria de la felicidad
que duele, nos desarma
y rueda en las colinas de la tarde
y nos busca después
cada septiembre
como los álamos del río
en esa flor envejecida
de nuestra propia casa.

Los pecados del tiempo son pecados mortales.

Y al fin todo se apaga, se deshacen en lluvia
los tiranos, las mañanas de iglesia,
los titulares del periódico,
la voz que dice no o que confirma un precio,
y también lo más noble,
esa costumbre del olvido
que va imponiendo sus fronteras,
porque el amor no sabe detenerse
y su fatalidad es la del agua.
Cosas como un reloj
en el brazo del niño que miraba la tarde,
como una marca de electrodomésticos,
una casa marina,
atardeceres rojos en la universidad,
una canción, un jardín provinciano.

O tal vez aquel coche
que regresaba de los merenderos,
estampa negra, temblor cerrado a combustible,
persiguiendo la lluvia con sus faros
entre los quitamiedos,
en los recodos de la carretera.
Oigo ahora su estrépito, el de un motor antiguo,
y lo veo que cruza
el bulevar de los sueños perdidos
hasta que se detiene delante de una casa.
Paseo de la Bomba, 18.
Alguien abre la puerta.
Los niños corren y desaparecen.

Cuando la muerte quiera
una verdad quitar de entre mis manos
las hallará vacías. Al cerrarme los ojos
se mojará los dedos con la lluvia.

Nos duele envejecer, pero resulta
más difícil aún
comprender que se ama solamente
aquello que envejece.

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