A Carmen Conde
Hace mucho tiempo: ayer.
-¡Qué palabra, ayer, más lejana!-
Ayer había pájaros por todos los rincones del cielo,
era primavera en las calles,
y también era primavera aquí, en mi piel,
debajo del vestido,
debajo de los encajes
de mi enagua.
Sí, yo sentía la primavera
como se siente el primer dolor del parto,
el primer beso en la boca,
la primera deserción de un amigo.
Pero luego todo eso pasó.
Me acostumbré a ser dañada y poseída,
a renunciar y a equivocarme.
Me acostumbré a ser una mujer indiferente
y discreta,
que apenas permite que le suban a los labios
los tumultos del corazón.
Digo: «Buenos días», sonrío al vecino,
tengo amigos plácidos que no me comprenden,
y envejezco un poco
todas las mañanas…
Me miro al espejo,
me encojo de hombros.
¿Soy yo? ¡Qué me importa! Va la primavera
lejana
por valles,
por montes azules…
Va la primavera -¡quién lo sabe!- lejos.
Yo ya no la siento.
Yo estoy como muerta.