No sentí cuando entraste; estaba oscuro
en la penumbra de un ocaso lento,
el parque antiguo de mi pensamiento
que ciñe la tristeza, cual un muro.
Te vi llegar a mí como un conjuro,
como el prodigio de un encantamiento,
como la dulce aparición de un cuento:
blanca de nieve y blonda de oro puro.
Un hálito de abril sopló en mi otoño;
en cada fronda reventó un retoño;
en cada viejo nido, hubo canciones;
y, entre las sombras del jardín –errantes
luciérnagas– brillaron, como antes
de mi postrer dolor, las ilusiones.
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