De mis postreras deducciones llego a pensar que este escritor mantuvo -durante mucho tiempo-
una compensación onírica.
Parece ser que todo sucedía de la siguiente forma: a los pocos minutos de entrado en la Caverna, y con operaciones
envidiables, muy extrañas, de pulgares cruzados,
chasquidos de la lengua, silbos desacordados, el fulgor permanente de una lámpara azul, se presentaban en la estancia
unos cuantos sujetos -protagonistas de los hechos-, bien adiestrados para aquello por embozados de tradición.
En los últimos años, por lo menos, las imágenes fueron siempre las mismas (y también
el lugar de la escena): un pájaro ideado, con el plumaje al viento, reconstruido en cera,
plástico y cartón, hermosísimo objeto de cuyo resplandor la habitación súbitamente se encendía;
un hombre deformado, con la cara rayada y ostensible carencia de curvas,
cualquier ángulo, cabello, ojo izquierdo y palabras ( sin vestido adecuado, torpemente aliñado, y sin dientes,
sentado en una tabla, difícilmente habituado al fluido carnal de aquella casa); y -por si elegir fuera ya fácil-
una tercera instancia, la de la reflexión ajena a la belleza, que suscitaba una forma débil y cenicienta, unas tablas de ley,
plumas pintadas, restos de muebles que sostuvieron una preciosa culpa, los polvitos de magia que ya no cambian nada.