Un bisabuelo meciéndose en su sillón de mimbre.
Una abuela partera y crías de gorrión.
Olores a guisos y a frasquitos de éter.
La línea paterna: una ruleta, el pleno al diecisiete.
Ruidos de aviones que planean y nos llevan.
Un magma entorpeciendo las imágenes.
La partida. El regreso. Las amigas. Los muertos.
Y el Mediterráneo de los últimos veinte años que nos refleja.
Las novelas de Kundera y de Simone. Las otras.
Los tempi lentos y rápidos de escenas superpuestas.
El antes y el después del 76 y del 90.
Un niño que creció sin permiso de los sueños
y sueños que transforman personajes secundarios
en los dueños del cuento.
El café, el primer cigarrillo matutino,
los hombres que dejaron su marca en la cabeza y en el cuerpo.
Un diván al que volver en otoño,
el tiempo que todo lo consume, la virtud del olvido, veladuras del recuerdo.
De nuevo el delantal, las hermanas, la escuela,
la madre joven, la simiente, el moño en el pelo.
Los poemas de Eluard,
las obras incompletas de Freud y de Lacan,
los caramelos sugus y el rumor de la música en las venas.
El periplo.
Las historias que se mezclan antes de perfilarse
como ramas separadas del imposible poema total.
La irrupción del poema.
Herencias de Elina Wechsler
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