I
Era esta misma casa. Eran calles de junio,
casi azules;
muros ensimismados,
plata líquida,
lentas persianas del atardecer.
Qué raro este silencio,
la niebla deambulando por las habitaciones.
En el jardín,
las hojas de otoño son cometas
que giran en la órbita de algún sol extinguido.
Qué raro el corazón a la intemperie,
el corazón en vilo,
la luz descarrilando en los cristales,
qué raro el corazón.
II
El viento agita un sauce
que ahora es seda rasgada,
surtidor de leones,
río del cielo.
Hay nubes que parecen,
algodón escarlata,
humo o sangre vertida.
Me buscaron por toda la ciudad.
‘Yo veía
descuajados los árboles,
detenidas las hojas.
Yo recuerdo
autobuses vacíos, callejones sin nadie
y tormentas azules que ponían
lluvia lenta de níquel dentro del corazón.
Una mujer tatuada sobre la mano de alguien
bailaba entre las tazas de café.
III
Mientras la luna elige sus ciudades
y despierta a sus lobos;
lentamente,
cuando la tinta tiende su emboscada
a la memoria,
he vuelto
una vez más
por esta misma casa de entonces, medio en ruinas.
La oscuridad oculta duros bosques de ébano
y el aire lee el Corán de las enredaderas.
Acuérdate: una noche rompimos un espejo.
Otra noche pasaron cinco años.
Cuando te dije adiós, tuve que preguntarte
de dónde habías venido
y quién eras.
IV
Aún estás a mi lado.
Camino tras tus pies
y la ciudad
desemboca en un río,
un bosque,
una verbena.
Los recuerdos reúnen su mercurio en mi frente
y las tardes se acaban
lo mismo que se rompe un dios de arcilla.
Abro los ojos:
fuera ya no hay nadie.
Los letreros eléctricos van anunciando el frío
y en cada ventana se suicida una estrella.