Huele a salitre de Luciano Castañón

«Huele a salitre».

Estas ellas y estos ellos también son personas,

pero con sumisión, sexo, harapos

y edad indefinible.

Escasas de dinero

y con más indigencia que descanso,

trasladan los peces muertos

—caja o cesto o balde de la cabeza en lo cimero—

desde la Rula a las bodegas

que pueblan las estrechas

—y muy redondamente deshuesadas—

calles del barrio.

«Huele a salitre».

Esas sí que son personas,

tienen su despectivo apodo: focas.

Focas de rostro burilado

por el menesteroso oficio,

rostro que raramente ríe

la tristeza de su enfado.

Ríen no obstante sus bolsos

al son y peso metálico

de las piececillas

que justifican sus viajes grávidos.

—Toma y daca—,

en la bodega es el cambio.

Cuando las focas regresan

—de vacío e ilusionadas—

las chapas rózanse con peso cálido.

«Huele a salitre»:

es la saya, el pantalón,

la palma de la mano,

el zueco y la alpargata;

es el brillo de la escama

y el hilillo salitroso

que por la cara resbala.

Su oficio: —vaivén de focas—

¿quién se lo compra?

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