Sobre el techo rojizo de la iglesia aldeana
se congregan en corte las palomas. El día
confunde con el d’ellas su blancor: se diría
que milagrosamente las brotó la mañana.
De súbito, ascendiendo, la legión se desgrana
en un vuelo vibrante que en el éter se amplía,
para tomar con una cadenciosa armonía
bajo la rutilante claridad meridiana.
Vibra el soplo fecundo del amor. El palomo
ronda a su compañera, que se le postra, como
dócil cojín de plumas que la luz tornasola.
Como al solio un monarca, sube en ella de un paso
y busca el sexo esquivo, desplegando la cola
a manera de un lúbrico abanico de raso.
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