La soledad es una cápsula
centrada en la palestra de la tarde,
bóveda empotrada en la meseta
que es el altiplano del hastío.
Nadie se encuentra en casa, por ende
no hay voz que cisme el tedio
como un cubo de hielo. Sólo de pronto
se oye crujir el dorso de una puerta
como un barniz ansioso.
La muralla del silencio
divide en dos la estancia:
queda afuera el trotar de manecillas
y de este lado el péndulo
del ocio inmaculado.
Ya quema el ocaso
los últimos centímetros de la ventana,
supera el pináculo de su marco
con la garrocha de un vistazo perplejo.
El encierro frisa el límite
de la continencia vespertina,
sacia por escala de uno a uno
la magnitud de los bostezos:
frecuencia de un estar sin condiciones.
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