Sí, claro que pensé en el suicidio. Tenía dieciséis años
y habían logrado -tras un aparente primera felicidad-
mancharme de mí mismo hasta lo abyecto…
Ser como era me condenaba, me hundía.
La verdad es que antes, cuatro años atrás,
ya podría, consecuentemente, haber pensado en desaparecer.
¿Me salvaron los libros, la fantasía, los sueños?
¿La falsa maravilla acaso con que pensaba edificar mi vida?
Todo me condenaba. ¿Lo sabías?
Pese al silencio, pese a las ofensas, pese a la oscuridad
tan sola, llegué a pensar en el suicidio.
Es extraño que lograra sobrevivir.
Lo pienso ahora, lejos. Insólito haber llegado acá,
Si bien se mira.
Algunos también como yo, se ahogaron casi en sus islas.
Alguien me dio el nombre y la seña salvadora:
los proscritos tenemos también un reino.
La seña de Caín. Algo parecido.
Los deshauciados por el infame reino del Bien.
En los ojos un vago nublo de melancolía…
Acaso me lo dijo el decadente, sólida y rotunda efigie.
Somos tu mundo. No estás solo.
El reino de los réprobos. La raza de los acusados.
¿Te acuerdas?
Saberme en el mal
me devolvió entonces a la bondad de la vida.
Del suicidio no quedó, lógicamente,
más que una notoria disposición a la bruma
y la fraternal nostalgia hacia todas las caídas.
Infancias y suicidios de Luis Antonio de Villena
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