Lo más urgente es encontrar
un charco de agua clara
en donde se reflejen los rasgos del viajero.
Una vez comprobada la suma transparencia,
su textura de imagen tocada por la gracia,
conviene aproximarse con sigilo
para no despertar sospecha alguna.
Observando la orilla atentamente
es preciso poner el alma en la tarea
de vislumbrar con toda exactitud
el límite del agua, la piel en que reposa.
Se despegan entonces los bordes con cuidado
empujando hacia arriba con una mano en tierra.
Cuando el charco esté listo bastará incorporarse,
dar un tirón en seco, vertical,
para abrir la trampilla de las aguas.
Para evitar intrusos
hay que dejar caer durante el salto
con endiablada precisión
el charco en su abertura.
Nada impide al viajero
fugarse por el hueco hacia otra parte.