Guarda mi corazón el balanceo
de las altas palmeras, que un aire azul
agita en la noche benigna.
Siento en mí sus raíces nutrirse de mi sangre
y que sus altos troncos, ingrávidos, insomnes,
llevan las cicatrices, las marcas cenicientas
de mi alma, que un día tatuaron los dioses.
En las copas se mecen frutos siempre dorados
y un sol rojizo y tibio dialoga con sus ramas,
en las que trinan pájaros diáfanos:
unos tienen alas turquesa y otros son negros,
con los ojos chispeantes de verde musgo.
Oh sí, por el jardín de Colva,
aún siguen paseándose las serpientes del Génesis…
Y en sus veredas ladran los perros salvajes
enloquecidos por los insectos.
Un jardín que da al mar, a otra edad imprevista.
Son sus arenas de oro molido que la mano recoge.
Sobre ellas se alzan cabañas ensimismadas
por el rumor continuo de las olas,
cabañas que esconden muchos fuegos secretos.
Ahora atardece y languidezco.
El inmenso puñal que acribilló a la tarde
me alcanza en esta hora con su filo de lumbre.
Oh sí: oro molido entre las manos
y el sol cegándote; oro molido, granos de oro…
Jardín de Colva de José Lupiáñez
Añadir un comentario