En un monte apacible de ramajes oscuros,
como aquellos del hondo Huerto de los Olivos,
apareció el Maestro de los momentos puros
llamado por el turbio tormento de los vivos.
Bajo un sol quieto y fuerte, amarillo de asombro,
el mundo lo esperaba laxo de sufrimiento.
Para morir quería apoyarse en su hombro
como un infante rubio en la seda de un cuento.
El soplo de los siglos monótonos y rudos
no había desgarrado su claridad de lino;
más allá de su carne chocaban como escudos
las olas de los mares en un rapto divino.
Por sus venas azules deslizaban los ríos
sus aguas transparentes con un rumor de rosas
que deshojara el labio de gloriosos estíos.
En sus ojos estaban abismadas las cosas.
Desde el monte miró los limites del mundo,
los terrenos floridos, las ciudades enormes.
Ascendía del suelo un sollozo iracundo
que estremecía los campanarios deformes.
Jesús pensó en la dulce tierra de Palestina
armoniosa en David, potente en Salomón.
Y recordó su muerte en la áspera colina
dando, pétalo a pétalo, todo su corazón.