El huerto umbroso, y aquel rosal
que se alcanzaba, desde la sala
de la casita a divisar.
La viejecita que allí vivía;
la viejecita que me contaba
mientras bordaba, mientras tejía,
vidas de santos,
raros portentos,
y tantos cuentos
de encantamientos y brujería.
Y las toronjas junto a las rosas:
huerta y jardín
Y ante al puerta
de aquella sala que era zaguán,
en su consola,
por entre lozas esplendorosas
de arte nipón,
junto a los oros de vieja taza,
aquel San Juan
Nepomuceno, que de la casa
era el patrón.
¡Qué lontananzas más obsesoras
miro al través
de aquellas horas
de mi niñez!
Buena señora que el alma añora,
¿qué es de tu gato y tus antiparras?
¿En qué almoneda lucen ahora
sus azulejos aquellas jarras?
¿En qué alacena duerme la taza…?
Dilo a mi pena: ‘¿qué es de la casa
de Doña Juana Nepomucena?’
¡Ah viejecita que me contabas
cuentos de brujas y encantamientos…!
No todo es ido, no todo ha muerto:
llevo en el alma tu umbroso huerto;
aun brilla el brillo de tus agujas
que me bordaron el pensamiento;
y aun fresca siento
la mansedumbre de tu casita
que olía a convento.