La ciudad los ungió con las luces del alba
y extendió ante su asombro el viejo laberinto de sus calles.
Traspasaron el umbral de la mañana. Los ojos
se habituaron pronto a la belleza de este día.
Porque en otro lugar y en horas menos plenas
supieron intuir lo que ven hoy:
ese reloj que hace vibrar la plaza
cuando deja caer trozos de tiempo sobre el mundo,
el rincón soleado donde un hombre muy viejo
vende objetos inútiles y hermosos…
Ellos saben muy bien que las cosas que crecen
bajo este cielo ajeno no son suyas.
Y querrían
tenderse para siempre sobre la hierba del verano
y engañarse olvidando lo que fueron
antes de estar aquí, antes de haber vivido
de acuerdo con la vida, con arreglo a la luz.
Piensan que pronto, en otra tierra, lejos,
cuando de nuevo vuelvan a sus viejas costumbres
y otra vez el invierno los habite y los venza,
recordarán, oscuros, este sol, este sueño
¡1 de libertad que quiso regalarles la vida.
Pero deciden aplazar las sombras.
Ahora
no dicen nada. Están aquí. Se miran.
La mañana transcurre. Y son dichosos.