Para Alfonso Jiménez, in memoriam.
En la ciudad donde la lluvia
es una dama extraña
que viniera de paso y sin propósito,
me dijo, después de larga ausencia: «Yo no entiendo
tus poemas, ahora». El quería
decir. «Se me escapó tu vida
y ya no sé quién eres: sólo a quién me recuerdas.»
¿Sabía quién él era, me pregunto yo, ahora, que tampoco
lo conocí aunque nada enmascarar sabía?
La dama extraña había realizado su trabajo
demoledor en los que a ella se acogieron.
Su hermosa luz, su equívoca alegría,
la fresca sombra, el homenaje de los siglos,
que la aturdían como un vino, el orgullo
feroz de ser quien soy recreada en sus blondas,
y la humildad de los fantasmas a quienes ella
arrodillaba, en aquel tiempo.
Los que nunca aceptaron,
en aquel tiempo,
la reducción a la ceniza, al lienzo oscuro
en el destello de sus ojos ciegos, no bastaron
para impedir que con su dedo
no borrase todo fulgor; para impedir que no arañase,
hasta el harapo, la fuente de preguntas de cal viva,
el miedo de cal viva y de cemento.
A todos los recuerdo, agrupados y jóvenes,
ignorando los brazos de esa dama, lenguas de sombra,
que ya hacia ellos se tendían.
El grupo
muestra ahora las imperfecciones de la felicidad,
las arbitrariedades y desmanes de los días,
su sorteo de muertes y de números
trucados; ellos serían
los agraciados con el signo
de una generación desperdiciada
en pueblos sin futuro, en futuro sin pueblo,
que verdaderamente ama lo que nunca
ha de ser desamado.
Y han muerto, de otro modo,
los que saben y viven. Como aquellos
a cuyas dudas no podremos
ya nunca responder porque sus dados,
rodando en desventaja,
nunca habrían podido superar
al juego sucio de la vieja dama.