BAJARON los asirios como al redil el lobo :
brillaban sus cohortes con el oro y la púrpura ;
sus lanzas fulguraban como en el mar luceros,
como en tu onda azul, Galilea escondida.
Tal las ramas del bosque en el estío verde,
la hueste y sus banderas traspasó en el ocaso:
tal las ramas del bosque cuando sopla el otoño,
yacía marchitada la hueste, al otro día.
Pues voló entre las ráfagas el Ángel de la Muerte
y tocó con su aliento, pasando, al enemigo:
los ojos del durmiente fríos, yertos, quedaron,
palpitó el corazón, quedó inmóvil ya siempre.
Y allí estaba el corcel, la nariz muy abierta,
mas ya no respiraba con su aliento de orgullo:
al jadear, su espuma quedó en el césped, blanca,
fría como las gotas de las olas bravías.
Y allí estaba el jinete, contorsionado y pálido,
con rocío en la frente y herrumbre en la armadura,
y las tiendas calladas y solas las banderas,
levantadas las lanzas y el clarín silencioso.
Y las viudas de Asur con gran voz se lamentan
y el templo de Baal ve quebrarse sus ídolos,
y el poder del Gentil, que no abatió la espada,
al mirarle el Señor se fundió como nieve.
Versión de Màrie Montand