Era de noche tan rubia
como de día morena.
Cambiaba, a cada momento
de color y de tristeza,
y en jugar a los reflejos
se le iba la existencia,
como al niño que, en el mar,
quiere pescar una estrella
y no la puede tocar
porque su mano la quiebra.
De noche, cuando cantaba,
olía su cabellera
a luz, como un despertar
de pájaros en la selva;
y si cantaba en el sol
se hacía su voz tan lenta,
tan íntima, tan opaca,
que apenas iluminaba
el sitio que, entre la hierba,
alumbra al amanecer
el brillo de una luciérnaga.
¡Era de noche tan rubia
y de día tan morena!
Suspiraba sin razón
en lo mejor de las fiestas,
y puesta frente a la dicha,
se equivocaba de puerta.
No se atrevía a escoger
entre el oro de la mies
y el oro de la hoja seca,
y -tal vez por eso- no
supe jamás entenderla,
porque de noche era rubia
y de mañana morena…