A César Simón
Supongamos que exista -argumentaste-
ese lugar que el hombre ha ambicionado,
desde que al primer hombre le ofendió
la luz, que se perdía; el tiempo, que no vuelve;
la belleza, que exalta, pero que no apacigua;
o la felicidad, que, aunque la merezcamos,
parece inmerecida; ese lugar que es suma
de todas nuestras cuentas pendientes con la vida,
ese lugar en donde
los días no nos dejan su rencorosa huella,
y todo allí es ameno, y se escucha la música,
y no hay cuerpos enfermos, ni hay tentación
ni hay fieras.
Supongamos.
Vayamos más allá. Imaginemos
-y es mucho imaginar-
que se te concediera la ocasión
de acceder a ese llámalo Cielo,
o Arcadia, o Nolugar,
o Tapiado Jardín, o Paraíso,
y que fueses capaz de permitirte
-y que te permitieran-
escoger tú la edad con que vivir,
o, más exactamente, perdurar,
en esa paz ajena al rapto de esta vida.
Supónlo.
Imagínatelo,
y dime ¿con cuál de las edades
de toda nuestra edad desearías
habitar para siempre el Paraíso?
¿Querrías regresar a la inocencia
tenaz y sostenida de la infancia,
en donde fuimos dioses y demonios
al tiempo y sin saberlo?
¿O volver a arriesgar en la estación violenta
llamada juventud, que nos abrasa
sólo con pronunciarla? ¿No te hechiza,
acaso, el equilibrio de la mediana edad,
cuando lo que ya sabes,
cuando lo que te queda por conocer aún,
ni te arrebata el sueño ni te aflige?
¿O por qué no escoger la carta venerable
de una vejez ya de vuelta de todo:
la madurez ingrata,
la juventud candente, la infancia sin memoria?
Me dejó sin aliento la pregunta,
y no por lo intrincado de su formulación,
tampoco por su tema, aventurado, abstruso,
sino por el momento en que la realizaron:
estábamos bebiendo, y la noche fluía,
por entre la terraza de aquel bar,
igual que un río en paz con su conciencia.
(La buena educación no nos pemlite
colocar a la gente en aprietos nocturnos,
sugerirle que ordene la vida, el universo,
en una improvisada charla de café.)
Salí del paso con un par de bromas
y el fluir de la noche prosiguió hacia su nada.
Sin embargo, hoy regreso
hasta aquella reunión y sus preguntas,
no sé si por un caprichoso azar de la memoria,
o si porque contraje esta pequeña deuda,
para conmigo mismo.
Supongamos.
¿Qué es ese Nolugar,
ese Jardín, qué es ese Paraíso?
Parece en los relatos
un limbo insoportable de fantasmas,
un lugar en el cual no existe la inquietud,
porque no existe nada de lo cual inquietarse.
Y, dime, en ese caso,
¿a qué viene desear otra infancia,
una sabia vejez? La juventud candente,
dime, ¿a quién le importa?
Ahora bien, si ese Cielo,
fuese un trasunto nuevo de esta vida,
una nueva ocasión donde enmendar
nuestro propio fracaso, en el fracaso
total de la existencia; otro momento,
para poder decir lo nunca dicho,
otra noche en su cama hasta matarnos,
otro viaje, otro trago y otro precio,
ya veis, a fin de cuentas, otra vida
sin fin y sin castigos; en ese caso, pues,
poco me importa volver para ser niño
otras mil veces más, o regresar
como cualquier anciano, como un joven sin tregua,
porque regresaría incluso como un perro
tirado en la basura.
Pero de lo contrario no contéis conmigo,
pasad la página, apagad la luz,
conceded mi rincón a quien quiera ocuparlo,
y a mí perdedme luego,
en ese otro lugar en donde nada existe
y que es más viejo aún que el Paraíso.