Non dormía e cuydava
Pedr’Eanes Solaz
Cruzó, fugaz, la estrella, y en la hierba
dejó un rastro de luz. La casa blanca
en medio de la noche supo sólo
el latido, el fulgor entre los árboles.
Tú dormías. La grava silenciosa
se llenaba de noche, la bebía
en las negras aristas, en sus poros
de oscuridad de piedra absorta, amada.
Grava fulmínea, ahora en silencio yerto
junto a la casa a oscuras. Los aleros
daban sombra de luna, fría, fresca
sombra en las losas grises que miraba
desde el salón al mar, que se extendía
como otra losa gris, iluminada.
Salí a esa sombra, hasta las jardineras
tocadas por el soplo de la noche,
el aliento invisible, aire desnudo
de sí, de mí, sobre el geranio a punto
de arder. -No vi el geranio en llamas
fijo en la oscuridad, vi la inminencia
de una cerrada combustión, la acacia
y su ceniza más allá del tiempo,
el ramaje y el cuerpo, tu sonrisa
entre la luz de enero y el reposo
del mar abajo, también él desnudo.
La luna sobre el muro blanco teje
sombras de ramas, y el helecho umbrío
se ofrece grácil, habla con la sombra.
Fui por la hierba hasta las agitadas
acacias, hasta el muro, y una calma
llenaba el aire aun en la agitación
y en la inquietud de los ramajes, clara
calma en la hierba, y contra el muro puse
la mano en su quietud. Tocaba el mundo.
Tocaba un orden, una calma, el aire
entre el mar y la acacia, y recordaba
tal vez la luz y su destino oscuro.
Entré. Volví a mirar la hierba, el cielo,
la casa silenciosa. Allí tu cuerpo
brilló en la oscuridad. y vi la estrella.