Tu imperativo andar, tu infatigable
modulación de mar bajo la lluvia
que refresca con agua aún no mecida
el retoñar continuo de sus olas;
tu ingenuo, y arrogante, y despeinado
velero musical siempre alejándose
de la paciente orilla resignada
a un rumor de pisadas veraniegas;
tu corazón en marcha y sus amuras
salobres donde posan las gaviotas,
me obligan a mi altiva permanencia
y riguroso páramo de estío.
Pero tu voz de arroyo en la penumbra
que inciensan temblorosas arboledas,
tu empañado mirar sobre mis años,
tu cintura de espuma que se ensancha
con bendición de hogaza recién hecha
y bienestar de establo navideño;
la canción de tus labios vagamente
infantil y esa niebla entre frutales
insinuados, cada vez más tuyos,
me invitan al otoño.
Con racimos
de antes de mi embriaguez y mi experiencia
junto al viejo brocal voy aprendiendo
dulcemente de ti las campesinas
labores que te habitan, los dorados
confines de regreso a tu bodega
de agrietadas paredes, los azarbes
por donde se entra el campo holgadamente
sonoro y luminoso hasta tu júbilo
dormido de campanas, y el nocturno
pequeño ruiseñor que te bosqueja
la ternura en la sombra y voy surcando
con obstinados brazos soñadores
ni vocación de ti, mi vieja historia
como añosa corteza de palabras
repetidas sonando hacia la muerte,
y en vez de un mustio error de hojas caídas
un lagar bien pisado y la ignorancia
con que mis ojos vuelven a sentirse
primeros otra vez en la aventura
de mezclar tus visiones con las mías.
Porque más sosegado que el vacante
perfil de cada luna en la ventana
nuestro quehacer arraiga como el seto
de laureles oscuros que conducen
el hondo caminar hasta las muelles
marismas cenicientas, ya en el borde
del aire anochecido.
Y ya ha pasado
nuestra evasión de entonces. Maternales
se han hundido las horas como surcos
de la tierra que vuelve a su fatiga,
y en la mansión que el viento restablece
con fragancia de esbeltos troncos muertos
nadie olvida a la carne, está encendido
su hogar, la victoriosa llama que arde
con chasquidos del bosque que ocupaba
la espaciosa llanura (hoy congregando
ruedos de sembradura y leguas yermas
de sed alrededor de cada pueblo).
Y por eso más cerca de este gozo
posible y situado entre las cosas,
con dolor no excesivo estamos juntos
tu realidad y yo, y están pasando
perezosas las nubes y plomizas
sobre los áureos flancos vegetales
de tu consentimiento. Están volviendo
con polvorientos pies envejecidos
y arrugas en la piel y sol mohoso,
como si hubieran (hace muchos años)
pasado ya otra vez (y de esta misma
manera), cuando el trigo que el solsticio
de junio ha derramado por las eras
no era más que un rubor embelleciéndote
y una rubia semilla apenas rota
presidiendo las tardes otoñales
desde tu oscura cueva abastecida
de ajeno porvenir y tiempo nuestro.