Como alguien que después de un vasto tiempo de oscuridad
descubre tras el rostro de la noche
la inesperada presencia del amanecer,
halló el adolescente en un repliegue de su vida
un tesoro nimbado de misteriosos brillos:
era la muerte del silencio. Y el muchacho
penetró en el umbral de la poesía
con paso decidido y fervor en su pecho:
allí estaba la luz de la palabra,
el extraño fulgor de cada hora,
la ignorada expresión de la hermosura
en el regazo de lo conocido.
Un día, con un libro bajo el brazo,
anduvo por las calles soñolientas y tibias
de una ciudad del sur, de su ciudad.
Sentóse al fin en una plaza silenciosa
y vio cómo las manos del sol acariciaban
el oscuro verdor de los magnolios
con más amor que en otras primaveras.
Abrió entonces el libro. Y sólo dos palabras
en su portada halló:
Teócrito: Idilios.
Y el pastor siciliano se aproximó al muchacho
y le contó muchas historias, tan hermosas
como frutas silvestres o el canto de un jilguero.
Con voz muy dulce hablóle largamente
de los amores mitológicos, simples y fabulosos.
Y cuando sus palabras se apagaron
una flauta afligida se despertó a lo lejos.
La luz mediterránea descansaba
en la plata apacible del olivo;
las cigarras cantaban en la sombra;
cerca del mar crecían las adelfas.