La muerte (I) de Luis García Montero

Si alguna vez las aguas se retiran,
comprenderé el vacío,
conoceré la muerte sin disfraces.

Como una hierba seca
atrapada en el humo de los cirios,
me reveló muy pronto su disfraz.
No sé, debió de ser el año
sesenta y seis, tal vez sesenta y siete,
en una tarde de silencio frío.
Era entonces Granada
la ciudad que se duerme en un vaso de agua,
los álamos que caben en la mano de un niño,
el corredor que lleva al sacerdote muerto.

Y cruzamos en fila por la sombra.
Conciencias vigiladas,
alumnos conducidos
a pasar por delante de un cadáver,
recuerdo que la muerte
fue una imagen avara de la vida,
labios de cera y piedra
gastados por el rezo.

Las coronas de flores
suspendían la prisa y el temor
en el mensaje de los sentimientos.
Las palabras inútiles son pétalos morados.
Tus alumnos jamás te olvidarán.

Y en mi caso fue cierto,
nunca olvidé aquel día,
atrapado en el humo de los cirios
como una hierba seca,
la madera solemne de su féretro,
el blanco miserable de la piel,
ese disfraz mundano de la muerte.

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