LA NOCHE de Antonio Plaza Llamas

I

Tiende, noche, tu lóbrego manto,
y en un mar de tinieblas, al sol,
ahoga, noche, que quiero mi llanto
esconder en tu negro crespón.

Ya no quiero ni gloria, ni amigos,
ni esperanza, ni amor, ni virtud;
quiero sólo quedar sin testigos;
quiero sombra; detesto la luz.

Quiero el llanto verter que nutriendo
está siempre mi vida infeliz,
y correr dando un grito estupendo,
y después como loco, reír.

Que la luna entre sombras sepulte
su maldita montaña de luz,
cielo y tierra a mis ojos oculte,
negra noche, tu negro capuz.

Que ni el eco a la voz corresponda,
que se enlute del campo el verdor;
que ennegrezca el cristal de la onda;
que se arrastre maldita la flor.

Sólo se oiga del noto el silbido
y del mar el solemne rugir,
de agorera lechuza el graznido
de la alondra el doliente gemir.

La pavura del gélido osario
reine en torno; que el éter azul
se convierta en inmenso sudario
y la tierra en gigante ataúd.

De relámpago rojo las luces
en el cielo de luto al flagrar,
sólo alumbren de tumbas y cruces
un calcáreo fatídico erial.

Si en el cielo, de bilis preñado,
brilla acaso de luna el fulgor,
que su disco de sangre manchado
enrojezca ese cuadro de horror.

Las campanas distantes produzcan
un tañido llorón, sepulcral;
y los miasmas infectos conduzcan,
salmodiado, imponente cantar.

Forma vana, severa, imposible,
abandone el podrido ataúd:
misteriosa, cariada, terrible,
vuelva un punto del ser a la luz.

Y sus órbitas duras esmalte
fosforente, siniestro brillar,
y de su antro de hueso que salte
carcajada estridente, fatal.

Que del rayo la voz tan temida
truene y cruce distancia sin fin,
y la tierra por él sacudida
se abra y brote cadáveres mil.

Las culebras se empinen silbando,
ruja sordo el terrible huracán;
y los cuervos fastidien graznando;
vengan rayos la fiesta a alumbrar.

Esqueletos y momias horribles
que la mano amarilla se den,
y las piernas torcidas, risibles,
muevan todos con lento vaivén.

Y pedazos de tumba saltando,
cruces, huesos y trozos de cal,
al impulso del viento chocando
improvisen orquesta infernal.

Y con cauda de sombras tejida,
la diadema de fuego en la sien,
desde un trono de tumbas presida
el festín de los muertos. Luzbel.

El infierno en sus antros se agite;
carcajadas arroje el dolor,
y una voz estentórea que grite:
¡Maldición! ¡maldición! ¡maldición!

. . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . .

II

¿Y la noche?… ¿Qué es la noche?

Línea de sombras, que Dios
en medio de dos crepúsculos,
por dividirlos, tiró:

tenebroso mar con débiles
ondas de luz y vapor,
do el desengaño navega
remolcando a la ilusión:

cortinaje de tinieblas
bajo el cual, en vil jergón,
duerme el pobre, en tanto en púrpura
tal vez se agita el señor:

caleidoscopio enlutado
que muestra en gira veloz
embusteras ilusiones
y espectros que dan pavor:

tumba inmensa en que sepulta
su pena y su humillación
el infeliz que en el sueño
único placer halló;

de ese sueño que es tristeza,
honda laxitud, sopor,
paréntesis de la vida,
estupidez, absorción.

El desdichado quisiera
nunca despertar, que el sol
le trae sólo pesares,
luto y desesperación.

De quien oprimido vive
entre miseria y dolor,
es su consuelo la noche,
dormir su placer mayor.

¡Salve, noche! ¡Te bendigo!
En tu funeral crespón
oculto el llanto salobre
que mi mejilla escaldó.

Y tranquilo en sueño blando
venturoso a veces soy,
porque en la vida del sueño
sueño otra vida mejor.

III

Sueño es la vida; lloramos y reímos,
porque soñamos sin cesar despiertos,
hasta que un sueño, sin soñar, dormimos
entre sombras y tumbas con los muertos;
que a la nada fatal de do salimos,
a esa nada fatal tornamos yertos;
y en la noche solemne, impenetrable,
descansamos en sueño perdurable.

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