Donde el río se remansaba para los muchachos
se elevaba una piedra.
No le viste ninguna otra forma;
sólo era piedra, grande y anodina.
Cuando salíamos del agua turbia
trepábamos en ella como lagartijas. Sucedía entonces
algo extraño:
el barro seco en nuestra piel
acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje:
el paisaje era de barro.
En ese momento
la piedra no era impermeable ni dura;
era el lomo de una gran madre
que acechaba camarones en el río. Ay poeta,
otra vez la tentación
de una inútil metáfora. La piedra
era piedra
y así se bastaba. No era madre. Y sé que ahora
asume su responsabilidad; nos guarda
en su impenetrable intimidad.
Mi madre, en cambio, ha muerto
y está desatendida de nosotros.