La piel de Jaime Labastida

Creyente sólo de lo que toco, yo te toco,
mujer, hasta la entraña, el hueso,
aquello que otros llaman alma, tan unida,
tan cerca de la carne mortal y voluptuosa
o siempre ardiente o nunca maltratada
sino dulce, oscilante entre querer
y subir, adentro de la espuma.
Te todo, dije, mujer, hasta el más húmedo
hueso de tu vientre, donde ya gimes tú,
y el aire libre viene, sin sangre
o pensamientos: un solo extremo
de mi cuerpo se convierte en el todo.
Ni un pensamiento impuro empaña entonces
ese goce: cuando estoy en tu vientre
sólo estoy en tu vientre. Soy ahora
ese límite extraño, esa piel que consume,
que se quema y se gasta, ese tacto
profundo que va desde la piel
al pozo ciego de mis venas, y también
un ruiseñor y un alto sol, tendido,
mudo. Un beso apenas, un leve,
ya risueño fulgor que lento acaba:
la piel que se contrae. La sangre
toda y los sudores hablan. Vuelven
a mi los pensamientos. Por ti camino
llano por el tiempo. Cuando estoy
a tu lado, no estoy sólo a tu lado:
el agua entera fructifica, el espacio
se amplía y un lento sol nocturno
nos enciende por dentro.

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