En el tiempo en que el hombre estuvo solo,
en la paradisíaca complacencia
de lo creado, errante por los bosques
de las primeras sombras tentadoras
al descanso, cuando el sol y la luna
parecían venir y suspenderse
para mirar atónitos la gracia
originaria, el don de la sonrisa
en este solitario favorito
de la divinidad, un gran trastorno
turbó sus naturales inocencias
porque la sierpe atenta le espiaba
sus paseos dichosos. No le tuvo
que hacer llegar al claro son del agua
para rendirlo allí a aquel sobresalto
de su desnudo cuerpo. El hombre mismo
lo iba presintiendo lentamente
en un extraño triunfo deleitoso
subiéndole a los labios el aroma
de una oscura arrogancia. El se veía
contemplado en los ojos infinitos
de Dios, con tales muestras de ternura
surcadas por las ondas amorosas
de la benevolencia, que en su hondo
corazón, recién hecho para el juego
demoníaco, oyó que unos murmullos
iniciaban los pálidos temblores
de la inquieta soberbia. Los prodigios
le rodeaban, valles y montañas,
los mugidos pasmosos, los olores,
la virtud transparente de los aires,
el agua que deslumbra y los astros
musicales; a todo prefería
Dios al mirarlo el soplo de su cuerpo,
ese cuerpo que el hombre adivinaba
tan leve y soberano entre las cosas.
Tocaba su nacida primavera,
el puro despertar de los sentidos,
la latente llamada de su pecho,
la fresca frente en medio de las crines
o plumas negras suaves a sus manos.
Y cayó enamorado de sí mismo,
en una gran torpeza venturosa
medio triste y contento en ese instinto
precursor de su raza. Iba solo
por las recientes sombras de la tierra,
para escuchar el crespo torbellino
de su sangre; la sierpe proyectaba
su doble imagen, y la idolatría
adolescente puso sus cimientos
en esa soledad reveladora
de la belleza. Dios quiso salvarle
de esa gran tentación, y entre las hojas
de un arbusto florido abrió la vida
de la mujer, que apenas despertada
vio al hombre ante sus ojos indefensos
y lo halló ya tan lleno del misterio
de existir que, inclinada libremente,
sintió hacia él su dulce dependencia.
La pupila de Dios volvió al reposo
de sus mejores días tras el goce
del sueño realizado, mas no pudo
borrar de algunos hijos de los hombres
aquella inclinación estremecida
que sellaba una herencia, y en los brazos
de estos ensimismados pecadores
mécese la ilusión de aquel amante
igual a nuestro rostro en el espejo.