En aquel Instituto de posguerra
debí haber aprendido algo de griego
y adquirido un barniz sobre los clásicos.
Pero, si aprender algo era difícil,
nada tenía aún menos futuro
que el alemán, cubierto por negruzcos
escombros de Berlín bajo la nieve.
La mía era una lengua perseguida
y la suya una lengua derrotada.
En un aula pequeña del chalé
donde estaba instalado el Instituto,
al entrar la encontraba de rodillas
fregando junto a un cubo, hablando sola.
No sé alemán y en general no tengo
buen recuerdo de toda aquella gente,
pero no olvidé nunca su dolor.
Ahora que paso cuentas con quién soy
siento en frías baldosas mis rodillas
mientras borro el ayer, como ella hacía
con la roja cenefa del mosaico.
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