De un tiempo a esta parte
el corazón elude, con astucia,
ese don de la tierra: el roce de los cuerpos.
A qué volver a mendigar
el fulgor inexperto de unos labios fértiles
pero inconstantes,
derrotados de antemano por la siega del tiempo.
Cada beso olvidado es una espiga seca,
una lengua de ceniza que habita y desbarata
la grieta de la lengua, la vencida humedad.
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