Voy a gusto
—descuidadme, señores—
en la rueda del mundo.
Y sin remordimientos
y con mucha esperanza
a bajo precio.
Lo mismo voy mecido
en el verde columpio,
que muerto por el río.
Los árboles a una,
lanzaban con agrado
sus fumarolas verdes.
Pero allí se quedaban
—oh, qué tiernos—
dormidas en los brazos.
La sombra de mi cuerpo,
los hombres todos eran
dibujos caprichosos.
¡Qué torre disparada;
seguro que me iría
si el arco disparara!
Los ojos de agua, ledos,
tienen liras pulsadas
por ángeles secretos.
Y los ojos —¡creedme!—
y los ojos dormidos,
cerrados para siempre.
Yo me voy a los árboles
del alba
donde labro mis cárceles.
La verdad no es amor,
ni te amo,
pena mía y de todos.
La verdad es decirla
a sabiendas
del punto de partida.
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