Vivo con tu retrato,
el que ríe a carcajadas,
ese en que los tendones de las muñecas
crujen,
el que rompe los dedos
sin quererlos soltar,
el que uno mira y mira
y se siente muy triste.
El que del crujir de los tronos
y la marcha de Rákochi,
los cristalillos del salón,
el cristal y los invitados,
corre ardiente por el piano
y salta
por nudillos, rosetones, rosas
y huesos
para, el peinado aflojando,
alocado, travieso,
los prendedores del cabello
en el gorrito,
valsar a placer en rededor,
entre bromas,
mordisqueando el chal, cual tortura,
respirando apenas.
Para, apretando la corteza
con la mano,
de mandarina fríos gajos
engullir con premura,
por volver a la sala con arañas,
tras los cortinajes,
al olor de aquel vals,
que otra vez resonaba atrayente.
Así se sentaría el torbellino
a fin de, como apuesta,
impulso de vapores en camino,
y agujas, y tinieblas,
cual musulmán faquir,
en un instante,
llevarse sin pestañear .
Y declarar que no es ningún corcel,
ni un susurro travieso de los montes,
pero, que esas rosas que lleva al costado
la arrastran a galope tendido.
No es él, no es el susurro de los montes,
no es él, no es el sonido de herraduras,
sino tan sólo, solamente,
la que está ceñida por el pañuelo.
Y no es otra cosa que el tul y el destino,
el alma, el gorrito y los pies,
que corren al compás del torbellino,
llevándola en sus sueños susurrantes.
A ellos, a ellos:
¡y en burla cruel,
yo me río a placer,
con ganas locas,
para envidia de esos secos danzarines,
me río hasta saltárseme las lágrimas!