Por la ventana veíamos
negruzcos limoneros hacia el fondo del patio
y suspirábamos: «¡Han pasado los días
y hoy tampoco ha nevado!»
Pero al atardecer
empezó a caer la nieve,
iba perdiendo altura,
vacilando en el aire
al capricho del viento.
Avergonzada y frágil,
la tomamos en las manos con ternura
y «¿adónde fue?», preguntamos.
Pero ella contestó:
«Habrá una verdadera nevada
para todos.
Me fundiré en el viaje
pero no os preocupéis».
Y a la semana volvió a caer,
hecha un diluvio,
transformada en ventisca cegadora,
girando a toda fuerza.
Con terca intransigencia
quería imponer su triunfo
sobre quienes pensaban:
«¿durará un día o dos?»
Pero no pudo
hacer valer su empeño
y tuvo que ceder.
No se fundía en las manos,
se derritió a nuestros pies.
Seguíamos mirando al horizonte,
con inquietud: » ¿Cuándo vendrá la verdadera,
esa que pese a todo llegará?»
Y una mañana, aún soñolientos,
cuando abrimos la puerta,
la pisamos de pronto, sorprendidos:
yacía ante nosotros, honda y pura,
con toda su suave sencillez.
Tímida y esponjosa,
extendía por tierras y tejados
su asombrosa blancura,
simplemente magnífica y hermosa.
Nieve cayendo en el estruendo del día,
entre ruido de coches y resoplar de caballos;.
nieve que no se derretía a nuestros pies
sino que se iba haciendo más compacta.
La fresca y centelleante
cegadora de toda ciudad,
la nieve verdadera,
la que siempre estuvimos esperando.
Versión de Heberto Padilla