Arriba, donde reza la doncella,
todo el día es de día; abajo, donde
viven los cerdos, es siempre de noche.
Hay criados que conocen ambos mundos,
pues tienen que subir todos los días
para servir a la doncella orante.
Otros, los que alimentan a los cerdos,
pierden la vista paulatinamente,
y lo mismo sucede con los cerdos,
incluso algunos nacen ya sin ojos.
En tiempo de matanza la doncella
sueña con un inmenso mar de sangre
al que se asoman altos promontorios
formados por los huesos de los cerdos,
y sueña que uno de esos cerdos ciegos
la empuja y contra el rojo mar la estrella.
Esto sucede arriba de la torre,
desde la que se ve una tierra inculta
cruzada por acequias desecadas
y cerrada por anchos y altos setos.
Unas lomas impiden que la torre
se vea desde lejos, y el viajero
que ahora llega sólo puede verla
cuando su enorme sombra lo amenaza.
Limpiará muchos años las pocilgas
y vivirá la vida de los siervos:
el promiscuo placer y la torpeza
del vino, y su lenguaje serán gritos
y blasfemias y en viles altercados
se verá envuelto, y perderá su nombre.
Un día encontrará una cruz tirada
entre los excrementos de los cerdos,
una pequeña cruz labrada en oro,
que ocultará supersticiosamente
ya la que llevará siempre su mano
antes de hacer un rápido remedo
de señal de la cruz, para escudarse
ante un peligro o dar a la conciencia
una tregua después de la caída.
Pasado el tiempo, no tendrá memoria
del error que lo trajo a las pocilgas,
ni de por qué vagaba por los campos
buscando no se sabe bien qué cosas.
La torre y los cerdos de Julio Martínez Mesanza
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