Nos íbamos a casar.
Teníamos los anillos.
La fecha fijada en Pascuas,
y por supuesto, padrinos.
Fue tras la misa del gallo
cuando a una cita nos fuimos.
Estrellas ya trasnochadas
entonces fueron testigos.
Señor cura, nos queremos
como mujer y marido.
Señor juez, habrá una boda
dentro de cuatro domingos.
Cuánto gira la veleta
cuando el viento no es el mismo.
Él guiñó el ojo a mi hermana,
y yo a su mejor amigo.
Se rompió como un espejo
maléfico el compromiso,
y un as de espadas llevó
la carta de mi destino.
Después del último beso
al pie de un cielo sombrío,
se puso triste la tarde,
más triste por ser domingo.
La plaza extendía sombra
y daba el reloj las cinco.
Le devolví las alhajas,
el chal y los abanicos,
pero no le devolví
porque me daba lo mismo,
las veinte cartas de amor
quemadas con el olvido.
La luna impar se dibuja
en cielo de doble filo.
Tirita buscando a ratos
mantón que le dé cobijo.
Las seis. Suenan las campanas
del ángelus vespertino,
y el pueblo se va de fiesta
al escuchar sus tañidos.
Nos íbamos a casar
a la luz llena de cirios.
Yo, con un traje muy largo.
Él, con pañuelo de lino.
Yo, con ajuar de mi madre.
Él, de uniforme marino.
Se rompió como un espejo
maléfico el compromiso,
y ajuar y traje rasgué,
haciendo de él tres vestidos.
La veleta del pueblo de Delfina Acosta
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