1. Me acosté lentamente en la playa de arena
Donde el mundo se gasta con áridas dulzuras
Y a la hora asombrada en que los astros nacen
Del nácar de sus sueños sobre sus cuerpos largos,
Vi venir hacia mí mis hermanas Sirenas.
Vi venir hacia mí mis locas hermanas de la orilla
Que cantan por la noche en un lúgubre coro;
Amantes sin amor, cautivas para siempre,
Que nunca en el gemido hondo o en los senos fríos
Sintieron bramar secreto el fuego de un corazón.
Me pedían del alma ese trozo candente,
Estremecido adentro como un pequeño ser;
Esa péndola viva hecha de sombra y fuego,
Lanzadera de un telar que a cada instante
Tejiendo sangre desfallece y se acelera.
Me pedían su parte de esa entraña
Que dilata nuestros votos incumplidos,
A fin de que el ahogado, el grumete o el corsario
Encuentren bajo el agua verde y la sal que macera,
El amor y el calor de las camas profundas.
Querían ese corazón para sufrir y saber
Los cantos del dolor y sus sollozos roncos,
Y comprender por qué cuando amanece el día
Revelando el naufragio y la barca vacía,
La mujer del marino acude a la rompiente.
Cedí, temblando, al llanto de sus ojos transparentes,
A sus enamorados gritos de sombras y rumor;
Entre sus dedos lascivos y sus anillos de perlas
Vi mi corazón hundirse en la cavidad negra de las olas
y en el abismo del viento donde va lo que muere.
Lo vi descender el pozo de las tormentas,
Abrirse como un loto en las aguas tranquilas,
Bailar en las olas, rebotar en las crestas,
Y en hilos centelleantes que detiene el temblor,
Engancharse al cabello de las cañas gimiendo.
Vi su sangre tibia manchar el mar inmenso
Como un sol herido que naufraga victorioso
Dejando por detrás la nada y la demencia;
Lo vi tragado por la noche que comienza
Y luego ya no vi más lo que era mi corazón.
2. En los inquietos bosques vibrantes de batidas,
Por los jardines ebrios donde sube el jazmín,
Sellando con el dedo sus quejidos callados,
Vi venir hacia mí una legión de estatuas;
El mármol y el metal me tomaron la mano.
En los templos dorados donde sombríos ídolos
Miran con sus ojos de zafiro hacia el mar,
Un suspiro, como el escalofrío de una góndola, alargado,
Alzaba en sus senos pesadas girándulas;
Todas, con sus hermosos ojos amargos, me miraban.
En las simas de los montes, en los tajos de Carrara,
El mármol bruto bajo mi paso gritaba;
El jaspe, el ágata y los pórfidos raros
Por el salvaje escultor al taller arrastrados,
La desesperanza de no ser me decían.
Sufrían de ignorar los nombres que tenían,
De no saber qué César o qué Rey pasivamente
Serían sobre las puertas de Roma;
Qué olvidado maestro en este infierno del hombre
Como una afrenta al tiempo, en ellos, seguiría
Los dioses griegos sufrían de su belleza vacía,
Cansados del incienso invisible alrededor;
La dulce tibieza de las tardes no llenaba sus venas
y en sus lívidas frentes de apio y de verbena
Ceñía el dolor de ser sin haberlo sabido.
Los dioses me pedían mi alma inagotable
Que de ellos como una fuente refulgente manaría,
Para que el fiel en la arena arrodillado,
Viendo al fin sonreír sus máscaras secretas,
Abra los brazos, se regocije y se yerga embelesado;
Para poder de pronto escuchar a los que rezan
O burlarse en voz baja del tonto adorador,
Desplegar sobre el mundo sus ojos de diamantes,
y hastiados de la impostura y de la idolatría
Castigar al sacerdote y golpear al escultor.
Pegué entonces mi boca a sus labios severos,
Al mármol en mi abrazo ardiendo ya;
Mi alma de temores, de quebrantos, de fiebres,
En esos duros cuerpos que el orfebre pulió,
Entera y con todo su pasado se alejó.
Viudo de mi alma mi cuerpo vagaba por la extensión,
Insensible a las señales del viento melodioso;
Como una lámpara de oro en vano suspendida
Cuyo aceite, gota a gota, para siempre se virtió,
Para animar a los dioses mi alma me abandonó.
3. Iba cabizbajo bordeando el cementerio,
Merodeaban los gritos de los chacales, discordes,
Y del fondo de las tumbas y la cumbre de las cúpulas
Estirando hacia mis hombros sus manos borradas,
Los muertos me pedían entregarles mi cuerpo.
Reclamaban de mí el amalgama de átomos
Que sirve de soporte al furor del deseo;
El caballo galopando en el reino de la carne,
Montado sin cesar por jinetes fantasmas,
Que masca babeando la sal del placer caliente.
Los avaros rondando por las cisternas vacías,
Donde enmohecen todavía sus tesoros escondidos,
Deseaban mis largas manos en sus ávidas faenas:
En las pilas del oro reluciente y de la plata opaca,
Pesadas ahora para sus sueños vanos.
Reclamaban de mí a fin de beber mi boca,
Mi voz para divulgar la profecía de los muertos;
Como el héroe engañado que maldice su gloria,
Saciados de beber del copón el vino puro,
Los santos, para condenarse, necesitaban un cuerpo.
Y como en los cerdos de Asia, los demonios,
Traicioneros de una dicha que compraron muy caro,
Famélicos desmedidos e insaciables,
Desde el fondo de su sueño llorando su delirio,
Los muertos me asaltaron y habitaron mi carne.
Movieron mi cuerpo sin temor entregado,
Mordieron con mi boca anzuelos turbios,
Rodeando sus deseos anudaron mi abrazo,
Por donde yo pasaba sus huellas imprimieron
Y a camas desconocidas me arrastraron.
4. Lo que yo creí mío se disuelve y vacila,
Se desatan por dentro los nudos sin morir;
Como el canto de un violoncelo se evade
y se extiende en el aire, amortiguado, y se derrama,
Solamente me encuentro si me busco por fuera.
¡Templos griegos, callad! ¡Callad, catacumbas!
¡Que no narren las altas olas alteradas!
¡Muertos amordazados en la prisión de las tumbas
Callad completamente bajo la lluvia del llanto!
¡Dioses! ¡Guardad mi secreto al hablar con el viento!
Testigo desesperado de mis metamorfosis,
Sin poder alcanzar el ser que una vez fui,
Como se busca un perfume en el corazón de las rosas
La muerte para encontrarme excavando las cosas,
En único mendigo rechazado se convierte.
Que vaya, si es necesario, a pedirle a las Sirenas
Mi corazón voluptuoso abandonado a las olas.
Frustré la absolución y los fúnebres cantos;
Como un nardo sobre el pecho de las Reinas derramado,
Existo eternamente en lo que di.
Versión de Silvia Barón-Supervielle