Las casas se pusieron inhóspitas
y tuvimos que abandonarlas a su suerte.
Primero fue la casa de los patios
donde la infancia ponía expectativa en ciertas plantas
que todavía ofrecían protección.
y en una muy querida forma de llamarnos a la mesa.
en otra casa las chirimoyas ordenaban una majestad
y el juego de los hermanos se escuchaba
como una premonición que sería demasiado dolorosa
si alguien insistiera ahora en recordar.
Después fue la casa donde la humedad del río
se nos pegaba al cuerpo como la piernas
de una mujer que nos enloquecía,
y hasta la sombra crujía de deseo, y una lengua
nos buscaba la lengua
con la voluntad desesperada.
Y las otras casas, con amigos hasta el amanecer,
con hijos, con poemas,
con pequeños olvidos (apenas distracciones
que sin embargo después venían a buscarnos desmesuradamente)
De todas las casas nos hemos ido.
y cuando creíamos que ya nada quedaba de ellas
apareció una hoja en el suelo, un grito subrepticio
en un cajón, el cuaderno de la escuela
con los cuidados de la madre, un botón, el canto del gallo.
Qué hacer entonces,
si no queremos coleccionar fracasos
ni objetos distraídos que se olvidaron de morir,
sino juntar los pedazos que sobreviven dolorosamente
y dejarlos caer por la ventana de este cuarto piso
como quien tira una corona de novia al mar,
como un globo lamentable que aligera su carga.
Restos queridos a los que decimos adiós con memoria trastornada.
Las casas de Santiago Sylvester
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