En mi primera noche en la Gaeltacht la anciana me habló en inglés: «Estarás bien».
Me senté al borde de un lecho iluminado por el crepúsculo, escuchando a través de la pared un irlandés fluido,
con la nostalgia de un discurso que tuve que extirpar.
Había venido al oeste para inhalar el tiempo absoluto. Los visionarios me soplaban en la cara un olor a cocina de caridad, mezclaban el polvo de las tumbas de cosechadores con la saliva de ayuno de nuestro credo y ungieron mis labios.
Ephete, urgían. Me sonrojaba pero sólo controlaba unas pocas palabras.
Tampoco descendió ningún don de lenguas en mis días en aquella habitación superior cuando todos a mi alrededor
parecían profetizar. Pero aún así recordaría las estaciones del oeste, arena blanca, rocas duras, luz ascendiendo
como su definición sobre Rannafast y Errigal, Annaghry y Kincasslagh: nombres portátiles como piedras de altar,
elementos sin levadura.
Las estaciones del oeste de Seamus Heaney
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