Las lluvias perfuman
la soledad de las ventanas.
Un apresurado ademán asciende
en las manos que gritan su incomunicación.
Mientras los fuegos de la lluvia
chillan como un niño
que perdió sus ojos.
Cada gota escribe
su intolerante geografía;
canta una y otra vez
atropelladamente.
Allí rechina el asfalto en los pies,
y allí es donde el hombre que soy
sufre su condena ciudadana y gris.
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