Aquel brillo asustado de tus ojos, cuando la tarde
derramaba su cansancio sobre la ciudad.
Aquella impotencia del deseo, del amor amenazado,
oprimido por un peso ajeno
a nosotros, a nuestra fuerza, a nuestra
capacidad para arrodillarnos ante el dolor.
La luz cayó sobre tu piel, dejando
en ella un sabor dorado, un halo de dulzura sin historia.
Pero luego el recuerdo aproximó sus redes
y el pasado alzó sus voces enterradas.
No había nadie. Sin embargo,
una impensada presencia, un implacable
mandato de regreso a los orígenes
se impuso de repente.
Cuando llegó la noche
se nos hizo difícil avanzar por las calles,
dirigir nuestros pasos hacia el lecho
en el que convivían el fuego y el olvido.
No era posible decir las palabras de siempre,
pronunciar los augurios de cada día.
Porque tu país nos llegaba a través del olor de la lluvia,
y el tiempo se negaba a ser piedra sin fecha,
camino detenido, huella leve.
Las tierras lejanas que yo había visto
se agolparon de pronto delante de cualquier sonrisa,
y se detuvo el aire de la madrugada,
y comenzaron a despertarse en mi memoria
las temidas imágenes, los avisos
de una costumbre que no me había abandonado,
que defendía su antigua conquista.
Tuvimos que olvidar los círculos recientes,
las aproximaciones asumidas, los sabores
de la oscuridad deseada, de las cálidas luchas.
Y vimos cómo iba creciendo la sombra junto a nuestro
abrazo.
Y cerramos los ojos porque teníamos miedo.